Mirad, es la verdadera definición del tiempo; si a cada instante, nosotros le añadimos algo material, sensible o tangible, lo echamos a perder. El tiempo solo se reconoce como un regalo de Dios que nos ama. Es, entonces, cuando adquiere todo el valor que en sí encierra. De aquí podríamos decir que el tiempo es Dios, es la vivencia in actu del Dios que se manifiesta regalándonos amor; y es por ello que nosotros solo lo aprovechamos y, al mismo tiempo, devolvérselo a su amo y señor, si nosotros lo vivimos con el mismo amor con que lo recibimos.
Y es que el tiempo solo es de Dios, diría: el tiempo es Dios. Es por eso el mejor regalo que podemos tener en la vida. Lo que Dios nos regala siempre es lo mejor. Y el tiempo es el ambiente en el que se desarrolla, con suma claridad, el reinado del amor. El tiempo y el amor son la misma moneda. Sin el amor, el tiempo es vacío, aunque nosotros le pongamos el sufijo de que el tiempo es oro. Más aún, darle al tiempo ese valor áureo es un insulto a ese don tan grandioso y precioso que es el tiempo. Repito: el tiempo es Dios, y ante él, solo podemos tener entrañas de agradecimiento.
Fijaos bien, en nuestro reloj de sol del Racó, hay una frase en latín que dice: TEMPUS FUGIT AMOR MANET. No es real, el tiempo no pasa, no se nos va de las manos; lo que pasa son las circunstancias externas que en él convergen, se realizan; pero, la característica del tiempo es la eternidad, no la transitoriedad; el amor, que es Dios, no es una circunstancia pasajera; todo acto de amor realizado por Dios en nuestra vida, reposa y permanece para siempre en el santuario interior de cada uno de nosotros. Y esto lo notamos de una manera sensible, porque, en cada momento, en cada instante que se nos regala, nuestra capacidad de amar se estimula, se intensifica, fluye con facilidad en cada vez más intensos y abundantes actos de amor. Diríamos que se vive en un ambiente de amor.
Es así como el tiempo, don precioso del Señor, asume toda su densidad, porque es la cuna del amor de Dios. El amor de Dios reposa y se intensifica en el ambiente temporal que el buen Señor nos regala. El tiempo se adorna, se engalana, toma todo su brillo y resplandor con la perla del amor. El tiempo baldío, lánguido, es el que se diluye con la suciedad del egoísmo; es este el que crea costras en el corazón que lo que hacen es endurecer el interior y hacerlo insensible a todo lo humano y divino con lo que nos encontramos a lo largo de la vida. No vivir del amor es un suicidio constante, es un vivir en una continua muerte lenta que impide saborear las riquezas del amor. Es verdaderamente echar a perder los tesoros depositados por Dios en cada vida humana.
Efectivamente, el tiempo debe estar unido al amor; con el amor brilla siempre con un nuevo resplandor, y, como la vida misma, participa de la eternidad. Y, más aún, al proyectarse ambos, el tiempo y el amor, en circunstancias reales, visibles, alcanzan su plenitud, cuando estas circunstancias se transforman en servicio de amor. En la vida humana todo está orientado hacia el servicio en beneficio de los demás. No se entiende el amor desde una perspectiva puramente idílica,
A este respecto, nos podríamos trasladar a Asís, al transepto izquierdo, situado al norte, yendo a poniente, en la basílica inferior. Es el ciclo de los hermanos Lorenzo y Ambrosio Lorenzeti. Todos los frescos de este transepto están dedicados a la muerte y resurrección de Jesús. Entre ellos, destaco uno: lavatorio de los pies. Llama la atención este fresco por la disposición de los apóstoles. Algunos hasta parece que estén ajenos a lo que está sucediendo. En primer plano, Jesús; sus ojos fijos en el apóstol Pedro, que es el que tiene enfrente y a quien le está lavando los pies. San Pedro se lleva la mano a la cabeza delante de lo que está viendo: Jesús lavándole los pies. Era el oficio de los esclavos, y es el Señor el que se hace esclavo de todos. Es Jesús quien da un vuelco total a toda jerarquización humana. El primer lugar es de quien sirve; el primer lugar es de quien, desde el último sitio, sabe mirar con ojos de amor a los hermanos y les sirve con humildad. Es servir desde la posición de esclavo, siendo el último de todos. Es lo que enamoró a San Francisco. ¿Quiénes eran los últimos en tiempo de San Francisco? Los leprosos, pues, a ellos se entrega. Él quiere ser el menor de la sociedad; así lo había visto en Jesús. Y él quiere seguir a Jesús.
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